El holocausto de los códices nahuas por el fanatismo de Fray Juan de Zumarraga.
El desastre de la documentación indígena durante la invasión–
conquista española en Mesoamérica
Introducción : El holocausto de los códices nahuas por el fanatismo de Fray Juan de Zumarraga.
Desde una perspectiva crítica, este escrito tiene el objetivo de presentar algunos temas
sobre el fenómeno referente al desastre al que fue sometida la documentación indígena
durante la invención–conquista española en Mesoamérica. Región que abarcaría el
centro–sureste de México y la zona norte de Centroamérica; espacio donde florecieron
las más importantes civilizaciones prehispánicas, entre ellas las de los pueblos olmeca,
tolteca, maya, mixteco–zapoteca, totonaca y azteca.
El desconocimiento o la omisión respecto al estudio, en las escuelas de bibliotecología,
acerca de la destrucción de las obras documentales indígenas mesoamericanas, entre
otros tópicos inherentes a la documentación de esas civilizaciones, han producido que el
análisis de la bibliografía en México comúnmente inicie a partir de la época colonial. El
contraste sobre esta situación se puede observar entre la obra intitulada Bibliografías
novohispanas o historia de varones eruditos (Rivas, 2000), en donde el quehacer
bibliográfico se ciñe al universo del periodo colonial; y el libro La cultura bibliográfica
en México (Perales, 2002), en el que la autora incluye, en el marco de la corrientes
culturales de la bibliografía mexicana, «la corriente documentográfica mesoamericana».
Son válidas las obras en las que los autores delimitan su objeto de investigación en torno
de la bibliografía novohispana, lo que no debemos aceptar es que un curso o un libro
que intenta abarcar el tema de la bibliografía mexicana en general, se circunscriba el
profesor o el autor a estudiar los orígenes de esta temática a partir del quehacer
bibliográfico que se propició durante el periodo de la Colonia.
La historia antigua de los libros y las bibliotecas, incluida la historia de las diferentes
formas de escritura, no se reduce únicamente en saber el origen de estos instrumentos,
recintos y recursos intelectuales de lo que aconteció en el mundo remoto de los
babilonios, asirios, sumerios, chinos, egipcios, griegos, romanos y otros pueblos lejanos
de la América prehispánica, pues existen suficientes indicios que los toltecas, mayas,
mixtecos, zapotecas, totonacas y aztecas tenían también métodos y técnicas para
elaborar libros que hoy en día conocemos como códices; que en el cuadrante de la
civilización azteca, por ejemplo, figuraba el personaje llamado tlacuilo (escribano), el
objeto denominado amoxtli (libro) y el recinto conocido como amoxcalli (casa de
libros).
El tema de la destrucción de los manuscritos pictográficos mesoamericanos debe ocupar
un sitio esencial en las lecciones referentes a los desastres de la cultura documental
mexicana. La quema indiscriminada de los libros autóctonos, como uno de los
mecanismos efectivos de destrucción por parte de los conquistadores militares y
religiosos españoles en tierras del México antiguo, es tópico que bien cabe en obras con
títulos tan elocuentes como El libro de los desastres que escribió Fernando Benítez.
Con el fin de conocer nuestras raíces documentales, a los profesionales de las
instituciones bibliotecarias nos debe interesar la documentación indígena
mesoamericana en general y la devastación que enfrentó ésta ante el embate de la
llegada de los españoles; con el afán de investigar más profundamente nuestra identidad
cultural, a los profesionales de la bibliotecología debe llamarnos la atención el destrozo
cometido en Mesoamérica durante el proceso de la Conquista respecto a los libros
indígenas que produjeron las civilizaciones que poblaron esta región.
El holocausto de los códices nahuas por el fanatismo de Fray Juan de Zumarraga.
La devastación y represión en torno de la cultura documental indígena
Como se sabe, el Estado colonial español implantó en Mesoamérica un orden social
(Nueva España) que se tradujo en una sucesión de catástrofes, imposiciones, angustias y
trastornos respecto a las formas de acumular el conocimiento nativo, sabiduría
registrada a través de la escritura jeroglífica. Por esto no hay que perder de vista la otra
versión, la que infiere con meridiana lucidez el historiador Miguel León–Portilla en sus
libros Visión de los vencidos: relaciones indígenas de la conquista y El reverso de la
conquista. Este mismo autor en otra de sus obras es elocuente al escribir:
La conquista española y lo que a ella siguió, alteró profundamente la cultura indígena y
trastocó de modo particular sus formas de saber tradicional y los medios de preservación
de sus conocimientos religiosos, históricos y de otras índoles. Sin exageración puede
afirmarse que acarreó la fractura y a la postre la muerte de un sistema de preservación de
conocimientos con raíces milenarias. (León–Portilla; 1996, p. 13).
En este sentido, el proceso de la Conquista no es un asunto menor que deba pasar
inadvertido, puesto que fue el fenómeno causante del estrago que provocó el daño
entorno de la estructura social que los pueblos originarios habían construido para
conservar su memoria documental. Una estructura en que se creaban las relaciones
sociales entre los grupos sociales y las instituciones sociales de aquella época. El
quebranto que produjo el atropello de la invasión española en Mesoamérica fue
absoluto. Esta percepción rotunda la comparte otro historiador que se ha ocupado
sobre el tema desde un punto de vista crítico:
El primer efecto de la Conquista sobre la memoria indígena fue la destrucción del sistema
estatal que recogía y propagaba el pasado por medio de los códices […]. Al desaparecer las
instituciones que antes almacenaban la memoria se perdieron también los instrumentos
que aseguraban la transmisión de una generación a la siguiente. Otro efecto de la
Conquista fue la represión de la antigua memoria. Desde la invasión europea la
transmisión del pasado indígena se produjo en un clima de hostigamiento que ahogó las
formas de recordación que disentían de las impuestas por el vencedor. (Florescano; 1999,
p. 232).
La autoridad invasora recurrió, como testifica la historia, cada vez más al uso de la
fuerza bruta, a la agresión sistemática, motivo por el que la afección respecto a la cultura
documental indígena sería importante para crear las condiciones necesarias de un poder
colonial, cuyos fundamentos característicos serían la explotación y la violencia; el
despojo y el crimen durante tres siglos. El desenfreno de España por expandir su razón
cultural abarca la devastación y represión de la cultura documental indígena,
constituida por las formas de pensamiento en el contexto y en la vida de los antiguos
mexicanos. Sobre este asunto, se puede ampliar y profundizar cuando se escribe:
Mucho de lo que para los indígenas debió ser su viejo legado se perdió entonces para
siempre. Hubo quemas de libros picto–glíficos, destrucción de templos, efigies de dioses y
otros monumentos. A raíz de la conquista era riesgoso hablar de libros y de los
monumentos con inscripciones y efigies de dioses. Mencionarlos y poseerlos significaba
aparecer como idólatra y atraerse el castigo y la destrucción de esos vestigios
testimoniales. (León–Portilla; 1992, p. 136).
Las quemas de manuscritos jeroglíficos fueron el símbolo del exceso de los
conquistadores y la pesadilla de quienes serían derrotados. El hombre mesoamericano
perdió así su memoria en medio de lo horrible de todo aquello que para él significó la
desgracia de la llegada de los invasores. El clima social del México antiguo se
impregnaría de pesimismos y desastres, pues la aniquilación de su cultura superior,
hasta entonces desarrollada, sería arrasada con especial frenesí. La riqueza de la
documentación escrita, basada en un sistema de escritura pictográfica, durante el
proceso de la invasión–conquista fue severamente trastocada. La destrucción de la
cultura pictográfica de la sociedad indígena prehispánica, referente a esas mismas
coordenadas de tiempo y espacio, se comprende desde otra óptica cuando leemos:
Cierto es que varios de los cronistas, indígenas y españoles, que hablan de las amoxcalli,
dan luego testimonio del trágico acabamiento de las mismas y de la gran mayoría de los
viejos libros, los que llamaban “códices”. […] en tanto que hubo quemas y destrucción de
los amoxtli, libros o pinturas, también se dejo sentir un interés por conocer esas
“antiguallas”. (León–Portilla, Miguel. “Presentación”. En: Mathes, Miguel; 1982, p. 7).
Cabe mencionar que Amoxcalli, en el ámbito de la sociedad mexica, significaba «la casa
de los libros». Algunos autores se refieren indistintamente a esa especie de espacios
como bibliotecas o archivos. Recintos en donde los documentos primitivos conocidos
como «códices», daban testimonio del desarrollo cultural de la civilización náhuatl;
espacios en donde los sabios (tlamatinis) y escribas (tlacuilos) indígenas, conocedores
de la escritura tradicional cultivada en esa región mesoamericana, se encargaban de
registrar y conservar su historia; lugares donde los tlacuilos eran los responsables de
“escribir pintando” o de “pintar escribiendo” los códices sobre temas de toda naturaleza.
Palabra cuya raíz en latín, codex, significa “libro manuscrito”; expresión que se
generalizó para denominar los documentos pictográficos que fueron elaborados por la
civilización indígena de Mesoamérica. Y, en efecto, hoy en día se le llama códice a lo que
en la documentación colonial sobre el México prehispánico escrita en náhuatl se llama
amoxtli; en maya, pik hu’un; en mixteco, tacu, y en general los españoles llamaron
pinturas de los indios.
La toma y demolición de los edificios, por parte del ejército conquistador, en donde se
hallaban los espacios destinados a conservar la memoria de aquellos pueblos originarios
de México, fueron hechos que produjeron la devastación de una gran cantidad de acervos
documentales de esa índole; los “autos de fe” fue otro de los procedimientos que
los frailes españoles llevaron a cabo con particular delirio para aniquilar lo que ellos
consideraron categóricamente como “obras del demonio”. En efecto, el bello colorido y
los extraños caracteres de los auténticos libros autóctonos mayas hicieron pensar que se
trataban de objetos que “contenían mentiras del Diablo”. La misma opinión se generó
respecto a los textos de los pueblos nahuas:
La Conquista y la destrucción que vino aparejada con ella dieron muerte a ese doble
sistema de historia [escrita y oral]. Proscrita la cultura náhuatl, porque se pensó ser obra
del demonio, se quiso suprimir lo que constituía la conciencia misma de esa cultura: sus
códices, sus cantares y poemas. (León–Portilla; 1968, p. 71).
Si los historiadores y antropólogos al investigar en torno de los códices prehispánicos
usan las categorías de libros manuscritos, libros pictográficos, libros mesoamericanos,
entre otros conceptos, entonces es viable referirse a esta «documentografía
prehispánica» con el término de «bibliografía indígena mesoamericana». A
continuación maticemos el fenómeno de devastación de esta «bibliografía pictográfica»
de manera más pormenorizada.
El holocausto de los códices nahuas por el fanatismo de Fray Juan de Zumarraga.
Los hábitos devastadores del aparato de coacción religiosa
Respecto a la brutalidad extrema en asunto de quemas de libros, cabe mencionar que los
conquistadores espirituales llegados a Mesoamérica traían amplia experiencia. La
España católica en el siglo XV había ordenado consumir en la hoguera, sin exagerar,
millones de libros. Así, acervos de libros pertenecientes a judíos y moros fueron
consumidos en el fuego. Y al libro prohibido se sumó el libro quemado, y en uno y otro
caso los responsables no sabrían deslindar con certeza lo positivo o negativo, lo
trascendente o vacuo, lo baladí o profundo del contenido de una cantidad incalculable
de material documentográfico. La ignorancia y el fanatismo fueron las estrellas polares
que guiaban a los destructores de libros y bibliotecas. Con este poder de percepción, los
mismos hábitos devastadores del aparato de coacción implantado en tierras de la
América prehispánica son los que se practicaron. Las objeciones religiosas, morales o
políticas eran los motivos que orillaban a reducir a cenizas la memoria, el conocimiento,
la información. Los feroces biblioclastas o destructores de libros venidos de Europa
serían los autores intelectuales y materiales que los historiadores y antropólogos no
cesan de señalar de manera explícita.
De este modo, a consecuencia de una evidente ignorancia, algunos frailes dieron rienda
suelta para ejecutar, con tea en mano, espectáculos dantescos que debieron producir
una gran angustia y desolación en el espíritu indígena. La brutalidad extrema propició
que prácticamente no quedara rastro de esos vestigios institucionales e instrumentales
tras la invasión–conquista militar–religiosa. En torno de esta catástrofe, se sabe que
durante “el sitio de México [Tenochtitlan], en 1521, se destruyó casi por completo la
ciudad y por tanto un número incalculable de documentos” (Baudot; 1979, p. 32). Se
pulverizaron así fuentes testimoniales de primera mano que los conquistadores jamás
supieron determinar con exactitud si el contenido era o no importante. Respecto a la
agresión militar de manera más explícita se asevera:
Los amoxcalli o casas de libros de Tenochtitlan y Tlatelolco desaparecieron violentamente
bajo el fuego y la acción de los zapadores durante el asedio. Las de Texcoco, múltiples
veces ensalsadas por propios y extraños, soportaron la doble conquista. (Historia de
México; 1975. p. 212).
Las casas de libros o bibliotecas inherentes a la cultura náhuatl pueden ser
consideradas, en el estado actual de nuestros conocimientos, como las primeras
instituciones documentales de la gran civilización indígena de Mesoamérica; como el
rasgo dominante de la cultura documental nativa de esta región. La existencia de esos
espacios, destinados a la acumulación, conservación y uso del saber autóctono,
rebosantes de manuscritos, ilustra la tendencia del espíritu de esos pueblos; la
Conquista española haría desaparecer por completo tales lugares propios de los sabios,
de los indígenas especializados en interpretar los signos y los números. Respecto a la
acción demoledora de los conquistadores espirituales, se afirma que los frailes
franciscanos, encabezados por Juan de Zumárraga:
[…] viendo en los códices figuras del mal y para quitar la idolatría al pueblo, se
apoderaron de los archivos de Tenochtitlan y Tlatelolco, incendiando con ellos una
hoguera del tamaño de un monte que ardería por espacio de ocho días. (Rayón; 1854, p.
979).
Con este telón asolador de fondo, la historia acusa a Diego de Landa, otro miembro de la
orden franciscana, como uno de los mayores destructores de códices prehispánicos. El
fanatismo religioso de ese fraile lo incitó a quemar en un auto de fe, realizado el 12 de
julio de 1562 en la ciudad de Maní, una cantidad enorme de libros nativos referentes a la
civilización maya. Según información registrada en Wikipedia, se calcula que el autor de
la Relación de las cosas de Yucatán fue el responsable, el principal artífice, de incinerar
70 toneladas de libros que contenían todos los asuntos de esa cultura milenaria que se
generó en el sur–sureste de México. Mientras que en otra fuente sobre el mismo
acontecimiento se afirma: “[…] miles de códices fueron destruidos por los
conquistadores españoles; fray Diego de Landa quemó cien mil códices mayas” (Arizpe y
Tostado; 1993, p. 69). Acaso en el marco del terror sembrado por Landa esa cantidad de
documentos destruidos resulte exagerada para algunos, por lo que es mejor ajustarnos
al punto de vista indeterminado que sugiere que ese religioso hizo “una hoguera
inmensa de códices” en aquella localidad mayense. Lo inequívoco es que hoy en día:
Nuestro conocimiento del pensamiento maya antiguo representa sólo una minúscula
fracción del panorama completo, pues de los miles de libros en los que toda la extensión
de sus rituales y conocimientos fueron registrados, sólo cuatro han sobrevivido hasta los
tiempos modernos (Coe; 1987, p. 161).
Algo semejante aconteció con el acervo de libros prehispánicos que se produjeron en el
contexto de los pueblos asentados en el Anáhuac (Texcoco, Tlaxcala, Chalco, Cholula,
Acolhuacán, Tenochtitlan y otros) y que tenían en común la lengua náhuatl. En relación
con el asunto que nos ocupa, a Juan de Zumárraga es otro, en efecto, de los personajes
contradictorios que la historia acusa como el culpable de haber ordenado quemar
manuscritos aztecas en patéticos autos de fe, específicamente los de Texcoco. Se sabe así
que en su calidad como primer y principal líder inquisidor de Nueva España:
[…] fray Juan de Zumárraga, en su intento de acabar con lo que consideraba como
“idolatría”, incendió el acervo de Texcoco, donde se calcula que había cientos de miles de
códices nahuas y de los que tan sólo se han conservado catorce. (Arizpe y Tostado; 1993,
p. 69).
Sobre ese mismo personaje, es elocuente la acusación que el conocimiento
antropológico cierne sobre de él, al considerarlo como uno de los principales
arrasadores de una gran cantidad de libros y documentos nativos prehispánicos, es
decir, manuscritos pictográficos antiguos que conformaban entonces el testimonio
importante del conocimiento escrito. En síntesis se asevera:
Una buena parte de esta documentación escrita también fue destruida voluntariamente
después de la conquista. Muchos libros tenían carácter religioso o mágico. El obispo
Zumárraga los hizo recoger y quemar, sin duda junto con mucho otros de naturaleza
profana, tales como relatos históricos. (Soustelle; 1970, p. 13).
Los antiguos mexicanos amaban sus libros, y fue una gran parte de su cultura la que se
perdió cuando la mano fanática de Zumárraga arrojó a la hoguera miles y miles de
preciosos manuscritos. (Soustelle; 1970, p. 229).
Así, no se tiene idea de la cantidad de libros pictográficos que fueron destruidos por
Zumárraga, pues: “Nadie sabe cuántos códices valiosos fueron destruidos en la hoguera
del obispo” (Davies, 1988, p. 230). Aunque hay otra versión que contrasta y objeta que
Zumárraga haya sido el causante o el principal autor intelectual de esas quemas de
códices antiguos, la verdad es que el resultado catastrófico respecto a esa
documentación indígena mesoamericana fue el mismo:
Se ha acusado a Zumárraga de vandalismo y de haber hecho destruir los monumentos y
documentos de la antigua cultura mejicana, en especial los archivos reales de Texcoco, y
esta mala fama pesa sobre él, a partir del padre Torquemada (1615), y el historiador indio
Ixtlilxochitl (siglo XVII), enconada por autores modernos que le atribuyen gigantescos
autos de fe de bibliotecas aztecas; le ha vindicado J. García Icazbalceta (Biografía de D.
Fr. Juan de Zumárraga, primer Obispo y Arzobispo de Méjico, Méjico, 1881; Madrid,
1929), demostrando que los archivos de Texcoco fueron destruidos por los tlaxcaltecas al
tomar con Cortés la ciudad, en 1520; que la destrucción de templos e ídolos fue llevada
siempre con empeño por los religiosos y conquistadores e impulsada por orden de Carlos
V (1538), para acabar con la idolatría, en lo que participó, más o menos, Zumárraga,
movido por su celo, y que no hay pruebas de un sistemático vandalismo en él contra los
manuscritos, muchos ya víctimas de lo dicho y de las guerras. (Esquerra; 1952, pp. 1486).
El holocausto de los códices nahuas por el fanatismo de Fray Juan de Zumarraga.
Empero, la historia de libro no cesa de atribuir rotundamente a esos dos representantes
de la Iglesia Católica española, esto es, a Landa y Zumárraga, los actos de hacer arder
grandes cantidades de libros nativos de los pueblos mesoamericanos más relevantes.
Por ejemplo, en una obra de reciente publicación, cuyo título es lo suficientemente
explícito: Libros en llamas: historia de la interminable destrucción de bibliotecas, el
autor refiere con particular énfasis los frenéticos incendios que esos evangelizadores
españoles desencadenaron en torno de la documentación azteca y maya:
Juan de Zumárraga, obispo de México, luego gran inquisidor de España extramuros entre
1536 y 1543, tuvo el orgullo de hacer arder todos los códices aztecas que los incendios de
Cortés habían olvidado. Todos los tonalamatl, libros sagrados que él ordenaba recoger a
sus agentes o que se encontraban en los amoxcalli, salas de archivos […]. En 1529
Zumárraga hace transportar la biblioteca de la ‘culta capital de Anáhuac y el gran
depósito de archivos nacionales’ en la plaza del mercado de Tlatelolco, hasta formar ‘una
montaña’ a la que los monjes, cantando, se aproximan con sus antorchas. Miles de
páginas policromas arden. El conquistador existe para matar y expoliar, el religioso para
borrar; el obispo cumple su misión satisfaciendo su deseo consciente de destruir la
memoria y el orgullo de los autóctonos (Polastron; 2007, p. 115).
El franciscano Diego de Landa, nacido en 1524, fue uno de los primeros predicadores que
llegó a Yucatán. Su ejemplo como destructor intencionado supera, si es posible, al de
Zumárraga: como estudió las costumbres de los mayas y descifró sus jeroglíficos, sus
acciones ganan cinismo y crueldad. […] Cuando llegaron los españoles la civilización de
Yucatán estaba en decadencia; por eso en 1561 realizaron la hazaña de destruir de un solo
golpe casi la totalidad de los escritos del país, reunidos con devoción en un reserva secreta
de Maní que había sido la sede de la dinastía Tutul Xiu. (Polastron; 2007, pp. 116 y 117).
Tomando en cuenta el año (1521) en que fue vencido el pueblo azteca y con esto la
destrucción de su ciudad y consecuentemente su cultura documental, es de dudar que
para esos años haya habido aún alguna «casa de libros» o amoxcalli no digamos
funcionando sino de pie. La poderosa tecnología bélica del ejército de Hernán Cortés
usada durante la invasión de Mesoamérica, así como el recelo mostrado por los
religiosos que apoyaban este proceso, permite dilucidar que esos recintos destinados a
conservar la memoria indígena náhualt debieron ser destruidos antes de la llegada de
Zumárraga. Sin embargo, la interpretación que se hace en la obra Libros en llamas, es
posible y sobre todo indiscutible en relación con el espectáculo desolador e impactante
de aquellas delirantes quemas de códices realizadas por aquel fraile.
Desde otra óptica, Soustelle, al referirse a los documentos manuscritos de carácter
religioso en el contexto mexica, además de concordar respecto a la destrucción cuando
escribe sobre los libros sagrados aztecas, nos ofrece algunos ingredientes sobre la
existencia de esa naturaleza de acervos:
Estas obras, que se conservaban en los templos, se conocen con el nombre de códices;
eran escritos en piel de gamo o en fibras de maguey por escribas (tlacuiloanime) que
empleaban a la vez la pictografía, ideogramas y símbolos fonéticos. Los códices trataban
del calendario ritual, de la adivinación, de las ceremonias y de especulaciones sobre los
dioses y el universo. La mayor parte de esos textos fue destruida después de la conquista,
pero han sobrevivido algunos especímenes notables[…]. (Soustelle; 1982, p. 45).
Continuemos, desde otra perspectiva, con el tema que nos ocupa.
El holocausto de los códices nahuas por el fanatismo de Fray Juan de Zumarraga.
El exterminio histórico y el robo cultural de la memoria indígena
Acorde con lo expresado, no cabe duda que la devastación que debió causar mayor
trauma entre los pueblos prehispánicos fue la de carácter cultural. Así, si nos adherimos
al concepto amplio de cultura, es verdad cuando se asevera:
[…] la pérdida más grande que sufrieron los vencidos fue la destrucción de muchas de sus
creaciones culturales, desde sus templos y palacios hasta sus libros con pinturas y signos
glíficos. Tal destrucción significó en alto grado la pérdida del antiguo saber acerca de las
realidades divinas, humanas y naturales. […] Escaparon a las quemas unos pocos de esos
libros, que nos permiten conocer algo de lo que era su contenido, sus formas de
presentación, su valor inapreciable para acercarnos a la cultura nativa. (León–Portilla;
2003, p. 32).
El holocausto de los códices nahuas por el fanatismo de Fray Juan de Zumarraga.
En razón del conocimiento que nos ofrecen los historiadores en torno de los
manuscritos mesoamericanos, se infiere que los fenómenos de destrucción y
desplazamiento de la cultura documental indígena se suscitaron con el descubrimiento
del continente americano en general, y con la llegada de los invasores–conquistadores–
colonizadores españoles en particular. Punto de vista que se sintetiza cuando se aprecia:
“La introducción de libros a México fue un hecho simultáneo a la conquista. Vinieron,
literalmente, en manos del español desde el primer momento de la conquista.” (Osorio
Romero; 1986, p.12). Empresa cultural que vino a suplir con atropello inaudito el
universo cultural manuscrito–pictográfico del pensamiento indígena. Los excesos de la
agresión por parte de los invasores primero, de los colonizadores después en torno de
ese cosmos documental indígena, se pueden entender cuando los historiadores
coinciden en señalar la devastación y pérdida casi total de los testimonios nativos
registrados en códices y monumentos. Es decir:
Entrado el siglo XVI, la expresión de la palabra indígena en tierras mexicanas, al igual
que la cultura prehispánica en su totalidad, recibió el impacto violento de la invasión de
los que se conocieron como los “hombres de Castilla”. Reabrió así un nuevo periodo a lo
largo del cual muchos testimonios de la antigua palabra en diferentes lenguas se
perdieron para siempre. (León–Portilla; 1992, p. 16).
Se deduce por lo tanto que la cultura documental en el contexto mesoamericano fue
aniquilada mediante mecanismos de destrucción y represión. El binomio destrucción–
represión estuvo estrechamente vinculado con el de conquista–colonización. A los actos
pirómanos de los agresores españoles de aquel tiempo hay que añadir los actos de pillaje
que cometieron ellos y otros durante y después de esos procesos duales. De tal modo
que hoy se afirma: “En la Biblioteca Nacional de París hay códices obtenidos por ventas
dudosas y saqueos. […] La lista es extensa, y produce vértigo conocer que los más
importantes se hallan en Europa, saqueados”. (Báez; 2008, p. 72). En este contexto de
timo y abuso, entre los ladrones históricos sobresalen quienes han pertenecido a grupos
de la mafia católica y personas sin escrúpulos enclavados en el poder del Estado,
burocracia cleptómana en todo caso. Báez, en relación con el fenómeno del robo
cultural, realidad esquizofrénica a todas luces, es elocuente al afirmar:
Desde un primer instante, en la etapa de exploración, la desnaturalización y
descertificación de la memoria histórica de América Latina significó manipulación,
quema, desarticulación o censura y esto fue constante vil que prevaleció en todas las
naciones que contribuyeron con tan indignantes crímenes. No hubo excepción: el
monopolio comercial y delictivo fue cultural. […]
La tradición de pillaje y devastación cultural fue indetenible y no se confinó a los siglos
XVI y XVII: la verdad es que jamás cesó tal descalabro. En ese sentido, he observado que
el saqueo ha tenido tres etapas: conquista, colonialismo y poscolonialismo. (Báez; 2008,
pp. 41 y 45).
Para ofrecer una visión completa de la cultura indígena, es preciso considerar la historia
de la destrucción documental nativa mediante diversos mecanismos, en el que se
incluya el hurto constante entre las diferentes dimensiones del exterminio histórico de
la memoria nativa; se hace necesario entonces estudiar con erudición y talento este
fenómeno que padecieron los antiguos mexicanos. De modo que nos permita observar
también cómo la cultura documental colonial destronaría abruptamente a la cultura
documental indígena; cómo los libros del peninsular destituirían así, prácticamente de
golpe, a los libros primitivos de la región conocida como Mesoamérica, pues como se
afirma:
Con celo y saña se quiso borrar para siempre el recuerdo. Se quemaron libros y códices.
Se trató de silenciar el aliento, los cantos, relatos y discursos, la historia, sustento mismo
del ser de los primeros pobladores de México. (León–Portilla; 2003, p. 43).
Así se perdió una cantidad incalculable de la sabiduría cosmogónica y acervos con
testimonios, valores y conocimientos necesarios que habían logrado acumular aquellos
pueblos originarios en relación con problemas, acontecimientos e ideas que entrañaron
su supervivencia durante siglos; colecciones de códices o libros autóctonos con
información referente a asuntos administrativos, educativos, religiosos, astronómicos,
genealógicos, cronológicos, mineros, metalúrgicos, militares, políticos, geográficos,
medicinales, históricos y sociales de diversa índole. Libros manuscritos auténticos
mexicas, mayas, mixtecos, zapotecos, otomíes, purépechas, toltecas y de otras
civilizaciones mesoamericanas de raíz milenaria no menos relevantes, sucumbieron por
la acción destructiva de los conquistadores. Desaparecer todo elemento de cultura
indígena para así imponer la cultura dominante de los europeos fue el objetivo principal
de esa destrucción masiva. Ante tal memoricidio:
Los mal llamados indios quedaron sojuzgados, desposeídos de lo que había sido su
antorcha, su luz, en el mundo. Arrinconados, tenidos como gente de bajo quilate, su
destino fue obedecer, servir a quienes se enseñorearon en los tres siglos de la Nueva
España y luego en lo que ya casi dos de vida independiente de México. (León–Portilla;
2003, p. 43).
Al ser destruidos o arrebatados los libros de pinturas y derruidas sus bibliotecas y
escuelas nativas, el mundo indígena prehispánico llegó al final. La grandeza de esas
instituciones culturales, símbolos del pensamiento y acción de los antiguos pueblos
mesoamericanos, se extinguió para siempre. Mientras tanto, los escasos manuscritos
iluminados seguirán suscitando constantes intereses, estudios e investigaciones
alrededor del mundo, aunque también codicia. De tal suerte que si las bibliotecas
prehispánicas dejaron de existir como procesos de la cultura superior aborigen, algunas
bibliotecas de hoy en día continuarán rebosando sus estantes con libros que tratan las
formas más antiguas de conservar la memoria indígena de esos tiempos.
El holocausto de los códices nahuas por el fanatismo de Fray Juan de Zumarraga.
Conclusiones
Con base en lo expuesto, se concluye que la hecatombe a raíz de la invasión–conquista
española afectó con particular tirria la memoria histórica indígena, pues ésta fue objeto
de ataque, represión, fuego, robo y censura. El proceso de aniquilamiento fue
sistemático, feroz e implacable. Así, hoy sabemos que gran parte de la memoria escrita
de Mesoamérica desapareció; que los caxtiltecas u hombres de Castilla que al comienzo
fueron erróneamente vistos por los aztecas como seres enviados por Quetzalcóatl
(deidad principal o Ser Supremo), terminaron siendo denominados acertadamente por
los vencidos como popolocas, bárbaros, pues la nación mexicana había sido herida de
muerte y con esto el fermento más relevante que reflejó el esplendor de lo que se conoce
en los anales de la historia universal como cultura superior precolombina, evidente a
través de los antiguos libros de pinturas, terminó en tragedia. Esto significó el
cataclismo de la sabiduría de hombres y mujeres que forjaron la civilización
mesoamericana; que vivieron, hace siglos, en el México indígena.
El holocausto de los códices nahuas por el fanatismo de Fray Juan de Zumarraga.