La película que presagia la caída del Capitalismo Globalista.

«Cosmopolis» es la mejor película posible para hablar del ahora. Un relato fascinante o esbozo de reflexión total de nuestra realidad que se topará con quien la acuse de que entre sus líneas no sucede nada, cuando entre ellas sucede todo.


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Obra maestra

Otra película clave de David Cronenberg, destinada al menosprecio y a la incomprensión, un film de una solidez formal admirable, el que materializa la era del capital abstracto y su correlato subjetivo. 

Cosmopolis no es la película ideal para las amantes teens del vampiro de Crepúsculo, aunque el film de Cronenberg es tan crepuscular como aquél y el personaje de Pattinson, Eric, bien podría considerarle como un vampiro, pero de otra estirpe. Eric pertenece a esa élite planetaria empresarial, los amos del capital financiero, que sin trabajar fácticamente duplican sus ganancias desde un ordenador y que también succionan virtualmente la vida de miles de criaturas inocentes. “Hay un espectro en el mundo y es el del capitalismo”, se puede leer en un cartel luminoso al promediar la película. Cronenberg en una entrevista al canal oficial del festival, insistió con esa cita, la que proviene del libro pero que él subscribe y entiende como el contexto de su película.

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Basada en la novela de Don DeLillo de título homónimo, el motor de la trama pasa por el intento de Eric Packer de cruzar Manhattan en su limusina para cortarse el pelo. Es un día de protestas y de embotellamientos: el presidente visita Manhattan. Así, lentamente, avanza la carroza blanca millonaria y distintas personas vinculadas a Eric se suben al auto: allí se puede desde discutir el destino del euro, tener sexo con una amante pretérita de alto vuelo (Juliette Binoche) o ser examinado por un proctólogo. En el final Eric tendrá un enfrentamiento con un (des)conocido. Tal vez pierda la vida. (Su posible asesino, como él, se descubrirá un poco antes de que el suspenso alcance su mayor tensión, tienen próstatas asimétricas. La fijación de Cronenberg con el ano merece un estudio aparte, pero no es aquí el momento indicado)

Cosmopolis exige demasiada atención; para ciertos colegas eso significa tener permiso para decretar la pretensión intelectual de Cronenberg como excesiva, incluso insinuar que ese juego con el Logos no es otra cosa que una cortina de humo: el film no cuenta nada, o en él nada sucede, excepto por unos agentes discursivos que poco tiene que ver con personajes. En verdad, en Cosmopolis sucede de todo y por todos lados. Es cierto que los escenarios son escasos: una limusina, una librería, un taxi, una discoteca, un departamento, una plaza con una cancha de básquet.  De allí que los críticos más agudos han insistido, como si se tratara de un carácter negativo del film, la propensión teatral de Cosmopolis. La película podría ser –según ellos- una obra teatral, una suerte de teatro cartesiano y marxista, divida en actos en donde Eric discute y expone sus prácticas y un “teórico” le explica qué piensa y lo cuestiona.

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Sin embargo, la propuesta de Cronenberg es antiteatral por excelencia. El universo blindado de la limusina, al inicio presentada en un plano secuencia que recorre el perímetro del vehículo, no es meramente un reducido topos del encargado del diseño de arte. El vehículo es una metafísica de la abundancia ilimitada, la del capitalismo del XXI, y sus interiores constituye la segunda naturaleza y piel del protagonista. Todo es táctil y deleznable. Tal como sucede en la novela, Cronenberg reproduce el grado cero de sonido exterior que Eric busca obtener dentro de su automóvil. El mundo exterior debe enmudecerse y en lo posible desaparecer. Los vidrios polarizados, no obstante, funcionan como pantallas. Incluso lo real que se introduce desde la ventana adquiere un semblante de imagen reproducida, una distancia aséptica. En ese sentido, Cronenberg aprovecha a fondo el embotellamiento y la obligada velocidad mínima con la que se desplaza la limusina. Las ventanas introducen así una profundidad de campo de lo real, pero como si ésta estuviera mediada por pantallas. Lo que vemos es una variedad asombrosa de episodios sociales: protestas varias, anarquistas colerizados, pobreza, incluso se verá a un personaje clave retirando dinero de un cajero automático.

Esta dicotomía entre lo cerrado y lo abierto, entre la pulcritud de cristal y la amenaza distópica y caótica (el excedente de la riqueza) conforma otro discurso, una variación visual sobre lo que algunos personajes van diciendo en tono “académico”. La psicología de Eric sostenida en un consumo infinito y en el mero capricho (comprar una catedral, por ejemplo) es el reverso del exterior consumido. Naturalmente, el instante consciente y clave ideológicamente funciona en boca del personaje de Samantha Morton, encargada del departamento de Teoría. “La función narrativa del dinero ya no funciona” dirá. La tesis: el tiempo ha dejado de sujetarse al dinero sino que el dinero es en sí el horizonte de todo, incluso del tiempo. A su vez, la acumulación se ha liberado del papel impreso. La abstracción domina el imaginario de Eric.

En síntesis: interesante decisión tomada para un film que por su voluntad de respetar la descripción de la novela la absorbe a través de un travelling de tortuga. La lentitud, en este contexto, es una transgresión, y así Cosmopolis es una experiencia claustrofóbica en cámara lenta, que ni siquiera sus decisiones de encuadre y lentes habrán de variar.

Si en Un método peligroso Cronenberg proponía una genealogía elegante del discurso psicoanalítico y la cartografía mental del siglo XX, en Cosmopolis el realizador sintetiza la subjetividad capitalista de este siglo digital.

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«Cosmopolis» es la mejor película posible para hablar del ahora. Un relato fascinante o esbozo de reflexión total de nuestra realidad que se topará con quien la acuse de que entre sus líneas no sucede nada, cuando entre ellas sucede todo.

En el momento presente, es el diagnóstico de la crisis la nota dominante, el discurso a seguir por la ficción como vía para buscar culpables, revolverse contra el estado de las cosas. La verdadera revolución en el enunciado, en la manera de afrontar lo global, empero, requiere de un escalón superior en la lucidez del análisis. En 2003, Don DeLillo publicaba su imprescindible «Cosmopolis», y en ella se adelantaba a ese salto al vacío que el mundo iba a dar en cuestión de pocos años. Entre sus páginas, no tanto proféticas sino de gran clarividencia, se contenía ese diálogo extraordinario que situaba el epicentro del problema. ¿Cuál es el defecto de la racionalidad humana?, le preguntaba Vija Kinsky a Eric Packer en el interior de su limusina. Que finge no ver el horror y la muerte que aguarda en la culminación de los planes que idea, respondía el mismo personaje.

Fuera del coche, las ratas tomaban la ciudad, zarandeaban el vehículo en medio de una manifestación que Kinsky definía como acto contra el futuro. En una escena de «Cosmopolis» , David Cronenberg reproduce esa conversación que podría ser clave para hallar la quimérica esencia de todo: el mundo como frágil proyección del capitalismo, el capitalismo como frágil proyección de la naturaleza humana. El ser humano como ente condenado a una auto-destrucción cíclica de la que prefiere embriagarse antes que asumir responsabilidades. La metáfora es precisa en ese viaje al colapso que protagoniza Packer, incorporado con coherente gelidez por un Robert Pattinson acorde al signo de su personaje, abandonado a los brazos del impulso y la desgana existencial con que dejarse llevar hacia el abismo propio que resume el colectivo. Y Cronenberg entiende perfectamente esa síntesis, recrea con fidelidad cada palabra y escenario de una Babel desbordada de miedos contemporáneos, asumiendo la intuición superdotada de DeLillo con una inteligencia rara en el cine.

Por todo ello, «Cosmopolis» es la mejor película posible para hablar del ahora, un relato fascinante o esbozo de reflexión total de nuestra realidad que inevitablemente se topará con quien la acuse de que entre sus líneas no sucede nada, cuando entre ellas sucede absolutamente todo. Los pensamientos en voz alta aislados del sonido externo en el asiento de atrás, el arte de Rothko en los créditos, el inasible valor del yuan, el sexo sugerido y despojado de ceremonias, como sucia culminación del instinto. Todo confluye con brillante naturalidad en esa ecuación que termina en el hartazgo de Benno Levin, en esa disertación brillante y consciente de sus contradicciones, convencida de que cuando ya nada puede ser razonable, solo queda poner un simbólico punto y final.

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